Nos fijamos detrás y debajo de todos los jueguitos y las mesitas de plástico. Le preguntamos a los demás niños, a las señoras que estaban dentro del pequeño patio de juegos, hasta a la vendedora del kiosco que miraba concentradísima la televisión. No había caso: Aldana no estaba. La madre, al borde de las lágrimas, intentaba solucionar algo culpando a su esposo, un gordito de anteojos cuya prioridad habían dejado de ser, finalmente, los pedacitos de caño que sostenía en su mano.
Media hora antes, el señor y yo habíamos tenido una brevísima discusión. "Señor, los chicos no se pueden quedar solos", "¿pero esto no es una guardería?", "no señor, es un espacio de recreación", "pero voy y vengo", "no la puede dejar, señor", "¿y vos para que estás entonces?", para nada, pienso, y miro para otro lado.
No hacemos nada, me habían dicho cuando me ofrecieron el trabajo por cuatro domingos. Estamos ahí, simplemente, repartimos las hojitas para que dibujen, les damos un casco de plástico, un cupón para los padres, un álbum de figuritas si traen un ticket de compra (por supuesto, no tenemos idea de dónde se venden las figuritas). Los empleados, que trabajan seis días a la semana, nos odian.
Por lo menos hay aire acondicionado. Después del primer domingo, uno descubre algunas cosas: es bueno no llevar puesto reloj, y sacar el celular lo menos posible. Es bueno intentar hacer que entre gente, molestar a todos los padres con la estúpida explicación del premio sorpresa de Discovery Kids, es bueno sonreir a los niños y ver si tienen algo que decir. Es bueno observar su conducta como quien hace algún tipo de experimento piagetiano.
Hay solo dos tipos de nenas: las buenitas, que piden amablemente una hojita y se van a sentar calladamente a un rincón, y las malas, que me exigen que las ayude cuando la florcita no les sale o que se quejan de que aquella otra se lleva los mejores crayones. En su mente, yo soy una simple extensión de la niñera o la empleada doméstica que forman parte de su vida. Las dos, sin embargo, dibujan lo mismo: pasto verde, casita, mariposa, chica linda, arco iris, arbol, flores.
Los varones, en cambio, son mucho más interesantes. Cada uno es muy distinto de los demás. Están los tranquilos, que se sientan a dibujar tonterías, los que se trepan a las mesas, los que hacen verdaderas obras hidráulicas con los lego, los que te preguntan cuantos años tenés y si estás casada, los que extrañan a su mamá, y hasta los que te devuelven la hojita que les das para dibujar y te piden que por favor les hagas hacer sumas y restas.
No me aburro. Sobre todo cuando mi compañera (una señorita de 27 años que hace algo así como teatro de revistas) se tiene que ir a ensayo a las 5 y media y me quedo sola. Ya no me siento incómoda por su presencia y sus constantes quejas de que todavía son las tres o que todavía son las cuatro. Ordeno los lego, por color, por tamaño, organizo los dibujos que van dejando, los lindos, los feos, los que hay que tirar cuando termine el día. Lleno cupones con datos falsos. Tarareo el único tema de The Cure que sonará en toda la tarde entre Julieta Venegas y Cristian Castro y trato de no escuchar la metálica voz que ofrece cursos gratuitos de empapelado o herramientas de fuerza a precios increíbles.
A las siete, siempre se llena. Los niños no me molestan demasiado, salvo para pedirme que les ate los cordones o que les pele el palito de la selva. Son muchos. Sus progenitores están alrededor, los miran, les sacan fotos con el celular, conversan entre ellos, se encuentran. Los casos de padres y madres que se quejan porque no pueden dejar solos a sus hijos son tristemente numerosos. No entiendo nada. ¿Tanto les molesta jugar un rato con los chicos? Digo, es domingo, y se supone que eso es una salida familiar, quizás patética, pero es una salida al fin. Algunos de sus hijos son muy interesantes, cuentan cosas graciosas y dibujan superhéroes. Sin embargo, pareciera que sus padres no ven las horas de deshacerse de ellos, aunque sea por un rato.
Eso le pasó al padre de Aldana, que a pesar de mis advertencias no podía quedarse con ella ni llevársela a comprar los cañitos. Cinco minutos después de que la hubiera dejado apareció una madre joven con un niño hidrocefálico, a quienes nadie podía dejar de mirar. La mujer, rubia, hermosa, tranquila, le ofrecía uno por uno los juguetes de colores. El chiquito ni los miraba. No hablaba, no respondía de ninguna forma. La madre estuvo casi diez minutos hasta que se rindió. Le di un cupón, lo llenó, se fueron de la mano. Una nena me contaba de lo mala que era su prima y un nene me decía que le estaba dando hambre, cuando el gordito padre de Aldana volvió. Su hija no estaba, y yo estaba distraída, despreocupada o sobrepasada por la cantidad de gente. No la vi.
Cuando la madre llegó y empezó a gritarle a su esposo, no pude soportarlo. Les sugerí que la llamaran por el micrófono, pero Aldana tiene solo dos años y no entendería que se están refiriendo a ella. Como casi no habla, tampoco podría decirle a nadie que estaba perdida. La única opción era hablar con los de seguridad para que la busquen por todo el shopping, y fue lo que hicieron. Una nena de dos años con vestido de jean y zapatillas rosas. Desesperación.
Apareció bastante rápido y cuando pasaron, el padre y yo nos miramos, ambos llenos de culpa. La madre llevaba a la chiquita, que no parecía darse cuenta de nada.
En medio de todo el lío, las nueve. Guardo los cascos, recojo los dibujos. Mando dos mensajes de texto. Nueve y cuarto. Meto los lego en dos cubos de plástico transparentes. Junto los pedacitos de crayón que quedaron por el piso. A las nueve y media todo está limpio y cierro el stand. Me olvido de que quería mirar si estaba el libro de Burke en Yenny. Salgo afuera, hace calor, camino hacia la parada del colectivo. En los auriculares suena Elastica. Al fin. No pienso en nada. Tengo hambre, tengo sueño, tengo cincuenta y cinco pesos más que hace ocho horas.