Tuesday, October 16, 2007

señoras de su casa

(Un intento de relato ficcional, influenciado por la realidad y con mucho robo a Dorothy Parker y a otros)





La señora M. se levanta diariamente a las siete de la mañana. La empleada todavía no llegó a esa hora, entonces se prepara apresurada su café y lo vuelve a guardar en el freezer, antes de que la muchacha se lo encuentre. Lo mismo tiene que hacer con las galletas dulces y los chocolates. Terminado el desayuno, edulcorante, manzana, clara de un huevo sin sal, agarra el auto y deja atrás su casa del country. Le gusta vivir ahí, pero la pone de pésimo humor el tráfico que tiene que soportar cada mañana para ir al gimnasio. Se fumaría un cigarrillo en cada semáforo, pero hace más de veinte años que dejó de fumar. Es que es tan desagradable que una mujer fume.

La señora M. llega al establecimiento y saluda a todos, incluyendo al portero, que a esa hora está generalmente baldeando la ancha vereda. "Buen día don José", dice bien fuerte. No es cuestión. La señora M. no se cree demasiado buena como para no saludar al portero. Terminada su rutina de dos horas de ejercicios, que realiza estoicamente mirándose siempre en el espejo, se va sin ducharse. Le dan asco los baños del gimnasio. No es que el gimnasio en sí sea sucio, o tenga algo que sugiera que no es del todo higiénico, al contrario, es de lo mejor que hay en la ciudad, pero igual, siempre puede haber algún gérmen en el suelo mojado u hongos pegados en las cortinas plásticas de las duchas. De nuevo en el auto, mira su celular, generalmente sin mensajes o con mensajes de la empleada, que no sabe si freir las milanesas o hacerlas al horno. Este tipo de cosas exasperan a la señora M., pues la muchacha ya sabe demasiado bien que en su casa no se comen frituras. Debería decirle que no cocine más, pero entonces tendría que pagarle menos y sería mezquino. Y era claro para la señora M. que tampoco estaría bien pagarle lo mismo y que hiciera una tarea menos. Además, odiaba cocinar.
Los chicos llegan a comer entre la una y las dos. La empleada pregunta si le deja comida para el Señor, pero la señora M. dice que no, que el señor se queda a comer en el centro. No sabe por qué esa chica hace tantas preguntas inútiles. Ya sabe perfectamente, lunes, martes y jueves, el señor no come en la casa. ¿Tan difícil era acordarse de eso?
Los chicos hablan poco entre ellos o con su madre. En realidad, los tres son de pocas palabras. Uno menciona algo sobre el partido de rugby que dieron o que darán, otro comenta sobre la fiesta a la que fue invitado ese sábado, el tercero se queja de que tiene que estudiar para los muchos parciales que tendrá esa semana en la universidad privada a la que los tres asisten.
A la señora M le encanta tener hijos varones. Ella es, como se suele decir, la reina de la casa. Y como buena reina, se retira afectadamente a su habitación después de terminar el almuerzo. Cuando enciende el televisor, se queja en silencio de que éste no se ve bien. "En esta casa hay demasiados televisores". Busca otro canal, uno que se vea más lindo. Al fin lo encuentra.
Entonces agarra el teléfono inalámbrico, que tiene siempre junto a la cama. Llama a dos amigas para ver si quieren ir de visita por la tarde, pero resulta que ya ambas tenían planes. Entonces llama a su madre, que no tiene nada que hacer pero tampoco quiere dejar la casa sola. Bueno, dice la señora M, yo iré para allá. Podría llevarle las galletas suizas que le habían regalado las chicas de la parroquia y que eran una permanente tentación. Además, podrían tejer y jugar a las cartas.


La señora S. es una mujer feliz. Siempre ha sido inteligente y ha sabido resolver correctamente cada uno de los aspectos de su vida. Y todo le salió de maravilla. La señora S. no se levanta jamás temprano. De hecho, nunca abre los ojos antes de las doce, y cuando lo hace, ya todo en su casa está funcionando como una máquina aceitada. Las camas de las chicas tendidas, las alfombras aspiradas, los espejos relucientes, los baños limpios, los perros alimentados, el lavarropas centrifugando, el garage todavía húmedo, sin tierra ni hojas. En seguida María le llevó a la cama el desayuno. La bandeja de madera tenía de todo: café con leche, jugo, tostadas, mermelada, queso blanco, cigarrillos y encendedor.

Era maravilloso que María viviera con ellos desde hacía tantos años. Parece que fue ayer cuando le daba el antibiótico a las nenas siempre al horario indicado, cuando les armaba los disfraces para el acto del colegio o cuando ella misma se ofreció a hacerle los souvenirs para la fiesta de quince de la más chica. María adoraba a las nenas, y ellas también la querían mucho. No la molestaban a la siesta ni de noche, y si necesitaban que les arregle o les planche algo en particular, trataban de hacerlo ellas mismas. Solo le pedían ese tipo de cosas en ocasiones super especiales, o cuando directamente, como se suele decir, no tenían qué ponerse.

Las chicas tenían una vida agitada, y por lo tanto su madre también. Era una suerte, pensaba y decía a menudo la señora S., que tuvieran una relación tan estrecha y buena. Sus hijas le contaban todo. La señora S. sabía perfectamente quiénes eran sus verdaderas amigas, quiénes solo las querían por su dinero, quiénes eran sus pretendientes serios y quiénes no tenían ninguna posibilidad con sus hijas. También realizaban muchísimas actividades, y su madre tenía que acompañarlas y apoyarlas en todo, lo cual para ella siempre era un placer. Las buscaba del colegio, las llevaba a gimnasia, las iba a buscar, las llevaba a sus clases de inglés, a las casas de las verdaderas amigas, a comprarse alguna cosita al centro o a las fiestas de los viernes y los sábados. Y las chicas eran una sensación. No solo eran hermosas e inteligentísimas, sino también personas sensibles y buenas. Siempre estaban dispuestas a prestar su ropa, y no les importaba demasiado si les devolvían las remeras estiradas.

La señora S. sentía un enorme orgullo de las chicas, y de que estas compartieran todo, inclusive sus experiencias amorosas, con su madre. Eran verdaderamente amigas. Tanto así, que cuando le preguntaban a la señora S. cómo estaba, ella en seguida decía que estupendamente, que a la más grande le habían dicho que su caballo era el más bonito o que a la más chica justo ese día le había enviado flores un pretendiente serio. En el pueblo eran personas de bien, respetadas y queridas por todo el mundo. El señor era un conocido médico, que hacía cirugías en Buenos Aires y en el exterior, pero que también había atendido personas de su propio pueblo, inclusive algunos pobres, ya que, como él mismo decía, la caridad empieza por casa. El señor viajaba muchísimo, conocía todo el mundo, y siempre invitaba a la señora S. a que lo acompañe. Esta, sin embargo, rara vez iba. Las chicas querrían estar con ella, la extrañarían, no sabrían qué hacer solas. Eran tan aniñadas, tan unidas a su madre, y eso que en un par de meses la mayor empezaría la universidad. Se tendría que ir a vivir sola. Por suerte a la más chica todavía le faltaba un año. Sin embargo, llegado el momento, ya la señora S. sabría qué hacer para ocupar su tiempo. Habría que acondicionar el departamento, pintarlo, cambiarle cortinas, patinarle muebles. Y cuando todo eso estuviera terminado, sería bueno viajar una o dos veces por mes y quedarse unos cuantos días, conocer a las nuevas verdaderas amigas y a los nuevos pretendientes serios. Sería mejor para todos que las chicas no estuvieran tan solas, que se acostumbraran a que la madre a veces está con ellas, dispuesta a prestarles siempre que lo necesiten su consejo y ayuda.
La señora P. no la pasaba tan bien. En primer lugar, era pobre. Vivía en una casa venida abajo con su marido y sus hijitos. Tenían tan poca diferencia de edad que parecían mellizos, pero la niña era once meses mayor. La señora P. se pasaba los días en su casa cuidando a los niños, que eran realmente terribles. Cuando uno quería dormir, el otro quería comer. No la dejaban hacer nada, ni cocinar, ni planchar, ni siquiera ver televisión tranquila. Al final del día se sentía agotada, exhausta, de mal humor. Para colmo, cuando el señor llegaba alrededor de las siete, siempre quería comer algo rico y conversar con ella, que no tenía ganas. Entonces el señor se enojaba y se iba solo a ver television, mientras la señora P. juntaba los juguetitos en una caja y hacía dormir al más chiquito, que era verdaderamente imposible. La señora P. no tenía idea de cómo hacían las madres que tenían más hijos. Ni hablar de las que trabajaban. Ella estaba decidida a no trabajar, a ser una buena madre por lo menos hasta que fueran a la escuela. De todos modos, no tenía nunca tiempo para nada. Apenas lograba bañarse tranquila o tejer algún que otro pullover, que ya alguno estaba lloriqueando o queriendo jugar con algún adorno de vidrio, que ella tenía que quitarle de la mano.
Por suerte, su matrimonio funcionaba bien. El señor la adoraba y quería tanto a los niños. Era una suerte haberlo encontrado, cuando ya era prácticamente la única soltera de su círculo. Era cierto que se había quedado embarazada antes de lo esperado, pero en seguida el señor se había puesto contento y le había propuesto casamiento. Además, como le dijo la señora P. a sus suegros, ella no estaba dispuesta a ser madre soltera. Y él era, lo que se dice, un buen partido. Es verdad que a la señora P. siempre le habían gustado los hombres altos y delgados, como su padre, pero uno nunca sabe cual será su príncipe azul, y si bien el señor no respondía a sus ideales de belleza, era un buen hombre, tenía una bella personalidad y trabajaba mucho por su familia. La señora P. no siempre la pasaba de maravilla, pero tenía que reconocer que estaba mucho mejor que antes. Vivía con sus padres, estudiaba todo el día y trabajaba los fines de semana. Los exámenes y esa maldita tesis la tenían cansada, y salía tanto de noche que ya estaba harta de los lugares de siempre. Tenía un pretendiente que leía mucho y con quien a veces salía. Conversaban maravillosamente. Pero a la hora de la verdad no se había mostrado lo suficientemente decidido, y eso nunca es bueno para una mujer. Por suerte había aparecido el Señor, que ya era contador y que pronto ganaría buen dinero. Para entonces, ya los chicos serían más grandes, y ellos podrían salir a cenar algún día, o inclusive irse de vacaciones solos.




Friday, October 12, 2007

10 razones por las que G.G. fue y es la mejor serie

(Perdón que ya no escriba nada elaborado. Es que tengo tres trabajos. Jua)
  1. Las chicas. Son hermosas. Haaaarmosas!
  2. Los personajes secundarios: son realmente graciosos, incluso aquellos a quienes querés matar.
  3. Sus referencias a música que nos gusta, casuales y sin excesivas pretensiones. "PJ Harvey is a woman!". Inolvidable. En el último capítulo de la 6ª temporada toca Yo la Tengo.
  4. La serie ocurre en un lugar invernal, con ambientes que siempre son acogedores.
  5. Max Medina está re lindo. Jess está re lindo. Logan está re lindo. Bueh, ponele que Luke está lindo también.
  6. Lorelai, cercana a los cuarenta, se alimenta a papas fritas y tiene ese cuerpo envidiable.
  7. El look de Rory en las últimas dos temporadas (nos cuesta creer que sea la mejor alumna en Yale, dirija el periódico, tenga amigas, tenga novio, trabaje, se vista bien, sea la mejor persona del mundo y hasta se pinte las uñas de rojo, pero es genial imaginarlo).
  8. Cada hecho importante viene precedido por muchos pequeños, logrando un ritmo perfecto: ni la lentitud típica de las novelas, ni la ridiculez de The O.C.
  9. Es una serie perfecta para toda chica común. Esto se comprueba fácilmente cuando Rory enamora a un mujeriego hijo de puta y termina dejándolo por preferir su carrera.
  10. Es un drama perfectamente logrado, sin necesidad de recurrir a muertes, drogadicciones, conspiraciones, accidentes con caballos ni cambios de sexo.
Fue un placer que sean parte de mi vida los últimos cinco años. Hasta siempre chicas!

Monday, October 01, 2007

Como Holly en Tiffany´s

Cuando estoy en el centro y por alguna razón me siento triste o preocupada, entro a cualquier perfumería cara y pregunto por el Issey Miyake. Nunca probaría otro. La señora o señorita por lo general trae una caja envuelta en celofán transparente en una mano y un frasco grande y abierto en la otra. Me agarra la mano y me pone un poco en la muñeca. Después me dice, ante mi pregunta, que el chico cuesta 258 y el grande 336, pero yo ya lo sé y, obviamente, nunca voy a comprarlo. Soy un poco frívola, pero no soy rica ni estúpida. Con una sonrisa agradezco, salgo, sigo caminando hacia mi casa. Y huelo así por 12 horas, o hasta que me vaya a bañar. A veces, queda en la remera por varios días. Cuando se va, me olvido del perfume completamente, hasta una nueva situación parecida, un par de meses más tarde.