Wednesday, June 25, 2008

Del otro lado

Todas las ciudades tienen un Hotel Colonial y esta no era la excepción. Así fue que, después de terminar unas empanadas en el único bodegón que habíamos encontrado abierto a esa hora de la noche, caminamos por la parte baja del centro hasta ver el cartel rosado de neón. Yo conocía ya dos hoteles coloniales: a uno había ido con mi padre hacía casi veinte años. Teníamos que tomar un avión al día siguiente, y él decidió que no nos quedáramos en el aeropuerto toda la noche. Al otro había ido con un antiguo novio, por tres noches. Estábamos tan mal que ya no hacíamos nada juntos. El salía, a cenar o a visitar amigos, y yo me quedaba casi todo el día en el cuarto que alquilábamos, leyendo revistas o mirando televisión. Ni siquiera teníamos sexo. Nos separamos al regresar del viaje.
Este Hotel Colonial, sin embargo, no tenía nada que ver con ninguno de los anteriores. El cartel luminoso era grotesco y poco prometedor. Se trataba de un edificio de tres pisos, sin ascensor, sin balcones y con la pintura exterior desconchada por todas partes. Llegamos hasta la puerta caminando y sin ningún gesto que indicara que éramos una pareja. No nos tomábamos de la mano ni nos abrazábamos, y nuestros hombros ni siquiera se tocaban, como si hubiera alambre de púas entre ambos cuerpos. En ese estado de cosas nos detuvimos en el hall, muertos de frío y de urgencia, sin haber acordado en ningún momento que entraríamos allí. Un vidrio con dos agujeros separaba a la recepcionista de los huéspedes que llegaban. Era una cincuentona bastante linda y pasada de peso, con la permanente hecha hacía mucho tiempo y el rostro cubierto de maquillaje comprado por catálogo. El espacio era mínimo y parecía reducirse a cada instante. Las paredes carmín y los posters (uno de ellos mostraba a la Coca Sarli, el otro a un torero y a su víctima) eran un poco inquietantes, pero hacían acordar a alguna película de Almodóvar, lo cual de alguna manera me reconfortaba. De cualquier modo, este Hotel Colonial estaba bien lejos de aparentar ser un hospedaje familiar o uno de esos lugares para viajantes, limpios y sin personalidad. En otra ocasión, discutiríamos largas horas, por chat, si se trataba o no de un telo. Yo decía que sí. Él, que no.
_Serían treinta y cinco. _Dijo la mujer con desdén, como quien vende cien gramos de fiambre surtido.
El abrió la billetera y sacó un billete de veinte, uno de diez y uno de dos pesos.
_¿Tenés tres pesos?_ Me preguntó con muchísima verguenza, y ante mi expresión se apresuró a aclarar. _Es que no tengo cambio.
_Sí, sí, claro. _Me tuve que sacar los guantes de lana para buscar en mis bolsillos. _Tomá, acá tengo cinco.
_Gracias. _Recibió el billete y pagó los treinta y cinco pesos con todo el amor del mundo, con la misma actitud que un joven adinerado de Nueva York le compra un anillo de diamantes a su novia. Yo, sabiendo esto, debería haber cambiado de opinión y salido corriendo, pero no lo hice. Una llave le fue entregada y nos dirigimos al pasillo y luego a la escalera, que subimos, una vez más, en silencio y sin ningún contacto físico. Entramos a la habitación. Las paredes eran magenta y había una alfombra gris muy desgastada. Por lo demás, una cama sin nada de especial y dos mesitas de luz no del todo iguales. Me quedé parada en la puerta, mientras él se sacaba las zapatillas y el reloj.
_¿Todo bien?
_Sí. ¿Vos?
_Bien, un poco cansado. ¿Te molesta si me doy una ducha?
_Claro que no.
Se metió en el baño minúsculo y yo, aburrida y ansiosa al mismo tiempo, me puse a revisar su mochila, quizás en busca de cigarrillos. Adentro de la agenda, una foto de su perro y dos de su novia, una chica sencilla y suave que lo quería plácidamente. Ni un solo cigarrillo.
Me saqué el tapado y las botas, me senté en la cama y me tapé un poco con la colcha. Qué difícil va a ser esto después de tanto tiempo, pensé mientras lo esperaba. Odiaba la idea de tener que esperarlo para acostarme con él. Debería haberme metido en el baño primero, qué boluda.
Cuando salió tenía puesto un boxer gris y una remera negra que ya le conocía. Me acordé de su cuerpo y me di cuenta de que no iba a ser difícil después de todo. Y eso que nunca le di mucha importancia a los buenos lomos.
_No hay que subestimar ningún lugar. No sabés qué buena la presión del agua.
Estaba nervioso y eso me relajó. Alguien tenía que manejar la situación, y finalmente ambos sabíamos que sería yo, al menos los primeros minutos.
_Vení.
Sus orejas tenían un dejo de sabor a jabón y eso me gustó. Un chico prolijo y bien educado. El sexo no era cuestión de práctica entre nosotros, había sido especialmente bueno desde siempre. Creo que era la falta de remilgo intelectual lo que ayudaba. No había necesidad de caretear ni de dejar algo para después. Era simple, abundante y delicioso como un kilo de helado o un plato de fideos con salsa bajoneados a las seis de la mañana. No había cansancio posible. Antes de dormirme un rato, lo recuerdo hablando de las columnas y de las vigas, y de cómo no era matemáticamente posible que el edificio estuviera de pie. Me divertía.
Volví a abrir los ojos justo a tiempo para las complicaciones.
_En tres horas te tenés que ir. _Me dijo con un dejo de melancolía y añadió:_Y andá a saber si volveremos a vernos.
Cómo lo odié entonces. Qué necesidad tenía de salir con eso.
_Hace unos años dijiste lo mismo. And here we are.
_¿Qué quiere decir eso? _Se acomodó en la cama y me tocó el pelo. Su torso es digno de ser mencionado, inclusive reiterado.
_Que acá estamos.
_Ah. _Se hizo un silencio cómodo durante el cual casi me duermo de nuevo. _¿Dónde es que trabajás vos?
_En una oficina. ¿Vos?
_También. Podemos chatear si querés.
_Bueno.
_Anotame tu dirección después, no te olvides. _Me dijo, y dedicó los siguientes minutos a darme besos. _Te quiero mucho. _Añadió, y no me importó responderle.
_Yo también.
_Nunca respetes a quien te deje. Yo daría cualquier cosa por estar con vos.
Me reí. De los nervios, claro.
Quise decir algo adecuado, pero por suerte se durmió antes.
Yo intenté hacer lo mismo, pero no pude. Lo desperté a las nueve menos cuarto, para despedirnos adecuadamente. Después nos vestimos y cerramos la habitación. Insistió en acompañarme a desayunar, pero se me hacía tarde y decidí tomar un taxi en la puerta del Hotel Colonial. Era un precioso día. Me abrazó y lo besé sin escrúpulos, solo por narcisismo. Recorriendo en el auto las calles de esa ciudad desconocida que estaba dejando, me di cuenta de que mientras él exista, siempre seré para alguien la chica que se va, el amor medio imposible que todos tenemos.

Thursday, June 19, 2008

La Perfecta

(Ya sé, soy un asco)
A las siete de la tarde, después de colgar el teléfono inalámbrico, Lucía se miró las manos blancas para comprobar el estado del esmalte de uñas rojo todavía fresco, pero este estaba perfecto. Su estado de ánimo se podía describir como una mezcla balanceada entre satisfactoria tranquilidad y controlada euforia. Andrés había vuelto a llamar. Era la tercera vez en cuatro días. A Lucía le gustaba mucho decirle a sus amigas que le costaba enamorarse, pese a que los pretendientes parecían caerle del cielo. Esta vez, sin embargo, tenía que reconocer que la situación era diferente. Andrés le interesaba de verdad y pronto ya no podría ocultarlo. Era su próximo novio, ambos lo sabían.
Se acercó al balcón de su cuarto y prendió un cigarrillo sin pensar en nada, mirando correr a los autos por la Avenida del Libertador. Después de cinco años de estudio, finalmente tendría unas largas vacaciones. Faltaba un mes todavía para que llegara su título de abogada de la Universidad Austral, y su padre había estado de acuerdo con que se tomara ese mes para descansar. El regalo prometido había llegado: al día siguiente tenía que pasar a buscar su pasaje a Europa. Había estado allí un par de veces antes, pero por primera vez iría sola. Ya había hablado con sus amigas españolas y con el inglés que había conocido en Punta del Este. Se encontrarían todos en Barcelona. Lucía pensó en esa ciudad, de la que tenía más fotos imaginadas que reales. Abril era un mes ideal para estar. No había demasiada gente y el clima era estupendo. Y ni hablar del Primavera Sound, con todas esas bandas que sonaban cada mañana en su i-pod.
Una brisa comenzó a soplar en la altura de su décimo piso y Lucía decidió entrar. Tenía que bañarse para salir a comer. Se detuvo un momento para mirarse en el espejo de cuerpo entero.
Ella ya no se sorprendía, claro, pero las personas que recién la conocían no dejaban de hacerlo. Para ella era normal que todo el mundo la mirara cuando entraba a un lugar o simplemente cuando pasaba. Podía ser por su pelo rojo y ensortijado, por sus rasgos exóticos, por la piel casi transparente o por su figura, alta y armoniosa. Lucía se sentía muy orgullosa de, pudiendo ser modelo o simplemente esposa, haber estudiado y ser abogada. Una preciosa e inteligente abogada de veintidos años. Eligió un vestido negro con ribetes de satén verdes de Miu Miu y zapatos Mischka forrados en raso. Un bolsito compacto Cacharel y unas cuantas gotas de Issey Miyake después del baño en sales completarían un conjunto destinado al éxito.
Mientras se desvestía no pudo evitar sonreir. Todo a su alrededor parecía decirle: preparate, porque está por comenzar la mejor época de tu vida.
Miró el reloj: las siete y media. El tumor facial, que crecía calladito desde hacía meses bajo su mejilla derecha, comenzaría a notarse tres horas después.