(A mi amiga la bailarina, que no sabía qué eran los blogs. Yo me imagino, quizás erróneamente, que la cosa es más o menos así. De todos modos, más ficción hecha a las apuradas, no vengan a decir "qué exagerada, no es así", porque me enojo).
Un poco más alto, piensa Silvina a las once menos diez mientras practica el último grand jeté. Tengo que llegar un poco más alto.
Trata de no mirar a nadie, ni a Asami Nariki, la estrella japonesa, ni a la preciosa y dorada Inés Durell. Sabe que no debe hacerlo, que una simple ojeada a las demás la volvería mediocre. Y Silvina nunca fue así. Además de ser tremendamente obstinada, trabajadora incansable y clara en sus objetivos, la naturaleza le dio una estructura pequeña, hombros cuadrados, pechos escasos, piernas larguísimas y un par de arqueados pies, a esta altura ya perfectamente deformados.
A los seis hizo sus primeros pliés, dos años después ya bailaba en puntas y a los doce obtenía su primer solo en la muestra final: Cascanueces. La academia donde se había formado era importante y cara, y Silvina siempre fue muy consciente del esfuerzo que sus padres hacían para que continuara yendo año tras año, inclusive permitiéndole dejar el colegio en el que perdía un tiempo precioso.
Ya a sus dieciocho, empezaba el momento de la verdad: cuerpos de baile en serio, contratos en serio, teatros en serio. Ya conocía la rutina. Levantarse a las cinco, peinarse, salir, comer una manzana en el camino. Llegar a las siete y bailar hasta las doce en la Academia. Comer algo en el centro y a las tres entrar a los cursos especiales, hasta las ocho. Volver a casa, bañarse y entrar a internet a buscar. Anotar todo, direcciones, horarios, fechas, cupos. El Ballet Estable del Teatro Cervantes incorpora a tres bailarinas. No decirle a nadie, nunca, porque cuanto más hables más gente va y es más difícil. De todos modos, se terminaban encontrando cada vez. Una carrera contra el tiempo, contra el espacio, contra los ligamentos, contra el cansancio. Dormir.
Silvina sabe que hay otro mundo, pero ignora casi todo de él. No sabe exactamente cómo funcionan las facultades, qué ropa está de moda, qué música se escucha en la radio, a qué lugares se sale un fin de semana o de qué hablan las chicas de su edad. Las pocas amigas que tiene son solo variaciones de ella misma, idénticas preocupaciones, idéntico destino, idéntico cuerpo. Los varones no existen, son esos chicos de leotardos blancos que dan saltos y se van juntos después de los cursos. Apenas se acercan a ellas. Sabe, por sus primas, que las mujeres jóvenes tienen novio, ven mucha televisión y se acuestan tarde varias veces por semana. De hecho, ella misma se durmió a las cinco de la mañana el día anterior: la lluvia golpeando en el techo y la audición de hoy no la dejaron conciliar el sueño antes. Silvina no está totalmente segura de que bailar sea lo que la haga sentir mejor, pero sabe que es buena en ello y que no es buena en casi ninguna otra cosa.
No se detiene a pensar, no quiere hacerlo. Pero a veces le gustaría tener un día entero para pasar en el parque bajo el sol, comiendo frutas, comiendo chocolate, comiendo mucho, enfermándose de tanto comer.
En el salón se siente la humedad y ya son las once del sábado. El piso de madera del escenario emite sonidos graves, sordos, bajo la presión de las puntas. Toc, toc, toc. Cuando empiece la música no se van a escuchar. Ya les sacaron los números del pecho: solo quedan diez y a partir de ahora las llamarán por los apellidos. Todas harán ejercicios de barra y en el suelo, y cada una tendrá al final tres minutos para bailar sola.
Todo pasa muy rápido, la barra, el suelo, Asami, Inés y las otras. Le toca bailar y lo hace perfectamente, cada movimiento se ejecuta solo, todos los músculos, todos los dientes, toda la energía, todos los pensamientos puestos en sus tres minutos. También pasan rápido. La una, pero nadie quiere comer.
Los jueces son cinco, pero las aspirantes solo miran a José Kleifer, el coreógrafo y director del ballet, que no se mueve de su lugar en la tercera fila. Las diez son llamadas nuevamente al escenario. Ahora nos va a decir que todas lo hicimos bien y que la decisión fue difícil pero que solo pueden elegir a tres, piensa Silvina erróneamente.
_Nariki, Durell, Damia. _Dice Kleifer de una sola vez, casi sin levantar la vista.
_A las demás muchas gracias, pueden irse. _Agrega la señora que se sentaba a su lado.
Trata de no mirar a nadie, ni a Asami Nariki, la estrella japonesa, ni a la preciosa y dorada Inés Durell. Sabe que no debe hacerlo, que una simple ojeada a las demás la volvería mediocre. Y Silvina nunca fue así. Además de ser tremendamente obstinada, trabajadora incansable y clara en sus objetivos, la naturaleza le dio una estructura pequeña, hombros cuadrados, pechos escasos, piernas larguísimas y un par de arqueados pies, a esta altura ya perfectamente deformados.
A los seis hizo sus primeros pliés, dos años después ya bailaba en puntas y a los doce obtenía su primer solo en la muestra final: Cascanueces. La academia donde se había formado era importante y cara, y Silvina siempre fue muy consciente del esfuerzo que sus padres hacían para que continuara yendo año tras año, inclusive permitiéndole dejar el colegio en el que perdía un tiempo precioso.
Ya a sus dieciocho, empezaba el momento de la verdad: cuerpos de baile en serio, contratos en serio, teatros en serio. Ya conocía la rutina. Levantarse a las cinco, peinarse, salir, comer una manzana en el camino. Llegar a las siete y bailar hasta las doce en la Academia. Comer algo en el centro y a las tres entrar a los cursos especiales, hasta las ocho. Volver a casa, bañarse y entrar a internet a buscar. Anotar todo, direcciones, horarios, fechas, cupos. El Ballet Estable del Teatro Cervantes incorpora a tres bailarinas. No decirle a nadie, nunca, porque cuanto más hables más gente va y es más difícil. De todos modos, se terminaban encontrando cada vez. Una carrera contra el tiempo, contra el espacio, contra los ligamentos, contra el cansancio. Dormir.
Silvina sabe que hay otro mundo, pero ignora casi todo de él. No sabe exactamente cómo funcionan las facultades, qué ropa está de moda, qué música se escucha en la radio, a qué lugares se sale un fin de semana o de qué hablan las chicas de su edad. Las pocas amigas que tiene son solo variaciones de ella misma, idénticas preocupaciones, idéntico destino, idéntico cuerpo. Los varones no existen, son esos chicos de leotardos blancos que dan saltos y se van juntos después de los cursos. Apenas se acercan a ellas. Sabe, por sus primas, que las mujeres jóvenes tienen novio, ven mucha televisión y se acuestan tarde varias veces por semana. De hecho, ella misma se durmió a las cinco de la mañana el día anterior: la lluvia golpeando en el techo y la audición de hoy no la dejaron conciliar el sueño antes. Silvina no está totalmente segura de que bailar sea lo que la haga sentir mejor, pero sabe que es buena en ello y que no es buena en casi ninguna otra cosa.
No se detiene a pensar, no quiere hacerlo. Pero a veces le gustaría tener un día entero para pasar en el parque bajo el sol, comiendo frutas, comiendo chocolate, comiendo mucho, enfermándose de tanto comer.
En el salón se siente la humedad y ya son las once del sábado. El piso de madera del escenario emite sonidos graves, sordos, bajo la presión de las puntas. Toc, toc, toc. Cuando empiece la música no se van a escuchar. Ya les sacaron los números del pecho: solo quedan diez y a partir de ahora las llamarán por los apellidos. Todas harán ejercicios de barra y en el suelo, y cada una tendrá al final tres minutos para bailar sola.
Todo pasa muy rápido, la barra, el suelo, Asami, Inés y las otras. Le toca bailar y lo hace perfectamente, cada movimiento se ejecuta solo, todos los músculos, todos los dientes, toda la energía, todos los pensamientos puestos en sus tres minutos. También pasan rápido. La una, pero nadie quiere comer.
Los jueces son cinco, pero las aspirantes solo miran a José Kleifer, el coreógrafo y director del ballet, que no se mueve de su lugar en la tercera fila. Las diez son llamadas nuevamente al escenario. Ahora nos va a decir que todas lo hicimos bien y que la decisión fue difícil pero que solo pueden elegir a tres, piensa Silvina erróneamente.
_Nariki, Durell, Damia. _Dice Kleifer de una sola vez, casi sin levantar la vista.
_A las demás muchas gracias, pueden irse. _Agrega la señora que se sentaba a su lado.