Sunday, February 24, 2008

Young Folks

Aquel sábado a la noche comenzó cuando me encontré a mi hermano arreglándose nerviosamente pelo con los dedos frente al espejo de cuerpo entero del living. Se había puesto una camisa de jean que le quedaba bien y un vaquero que creo que era nuevo. Me miró y lo miré a través del espejo. Era lindo, mucho más que yo, pero hacía un tiempo que no le tenía celos por eso. Se detuvo un momento para observar mi vestido y entonces se dio vuelta.
_¿Salís? _Preguntó con ojos inquisidores. No podría explicar qué quería decir esa cara. Que yo saliera era, en aquella época de nuestra vida, una clara novedad. Y la verdad es que él tampoco salía nunca.
_Al parecer. _Contesté haciéndome la misteriosa.

Desde la cocina, se escuchaba la voz del relator de Combate Space, y más lejana, la de papá que puteaba porque el canal no se veía bien. Los dos sentíamos vergüenza, pero ninguno dijo nada.
Él terminó de peinarse y yo me acerqué con un delineador y un brillo de labios para pintarme. Las líneas por encima del párpado no me salían derechas todavía, aunque debe ser que practiqué, porque ahora me salen y de un solo trazo. Mi hermano miró mis pies descalzos y preguntó con una sonrisa socarrona:
_¿Te vas a poner tacos?_ Debe haber creído que me iba al Abasto.
_No.
Terminé lo antes que pude y miré el reloj de pared. Ya era la una, ya era hora de irse.
_¿Tenés plata? _Estaba nervioso. Yo sabía, en parte, los motivos, pero me gustaba hacerme la tonta.
_No, todavía no.

Lo seguí por el pasillo oscuro hacia la cocina ruidosa, y las plantas de mis pies notaron perfectamente la diferencia de temperatura entre la alfombra del primer ambiente y los cerámicos blancos del segundo. La luz, amarilla y tenue primero, blanca después, también hacía que las sensaciones fueran otras. Preferíamos la oscuridad.

Papá no se dio vuelta hasta que mi hermano lo llamó por tercera vez. Cuando finalmente lo hizo, le dijo que necesitábamos diez pesos. Diez pesos era bastante plata por entonces.

_¿Para qué?_ Nos observó por encima de sus anteojos, solo un segundo antes de volver a posar los ojos sobre la pantalla.

_Salimos. _Dijo mi hermano en voz baja y continuó. _Hay una fiesta.

En cuanto a mí, no me animaba a decir nada. El acuerdo tácito establecía que solo intervendría si la cosa se ponía realmente fea.

Pero nada de eso ocurrió. Papá sacó tranquilamente la billetera del bolsillo de la camisa, la abrió y nos dio el dinero. Inclusive se molestó en darnos un billete de cinco pesos a cada uno.

_Pásenla bien, no vuelvan tarde. _Dijo en tono monocorde, sin mirarnos.

No importaba. Ya teníamos plata, llaves, zapatos, cigarrillos. Bajamos la escalera, mi hermano salteándose escalones, yo tratando de parecer una señorita.

_Compartamos el taxi. _Propuso cuando traspusimos la puerta de calle.

Subimos al primero que pasó y él dijo una dirección con la seguridad que lo caracterizaba.

_Balcarce y San Martín. _Entonces me miró y en voz baja me preguntó a dónde me dejaba.

_Creo que voy al mismo lugar. _Contesté y los dos nos sorprendimos extrañamente, para mal y para bien.

Teníamos que recorrer muchas cuadras, no menos de treinta.

_¿Quién te invitó?_Preguntó

_Compañeros de la facultad. ¿A vos?

_Una amiga.

No entendía en ese momento por qué me habían invitado. De hecho, nunca lo entendí. Esas personas a las que yo saludaba desde lejos de pronto sabían mi nombre y querían que fuera a su fiesta. A mí me parecía raro. Raro y genial. Raro pero genial.

Nunca antes había salido con mi hermano y esa noche empezaría a conocer una nueva faceta suya, superficial y ansiosa. A decir verdad, casi nunca hablábamos ni compartíamos nada que no fuera completamente cotidiano en nuestra casa. Ahí íbamos entonces, sin embargo, a la una y media de la mañana, recorriendo calles en ese taxi hacia un lugar en el que solo nos teníamos el uno al otro. Dos huerfanitos yendo hacia el hogar de la familia que los había adoptado, yendo hacia su nueva vida. Pasamos avenidas y semáforos sin hablarnos, cada uno sumergido en sus propias expectativas.
En un momento lo vi meter su mano derecha en el interior del blazer setentista que había sido de papá y sacar de adentro una petaca de whisky. La abrió disimuladamente, para que el taxista no lo viera, apuró un par de tragos y me la pasó.
_Creeme que no querés llegar sin haber tomado un poco. _Le creí. Me cayó un poco sobre el vestido. La ansiedad probablemente.
Estábamos cerca. Quería preguntarle a mi hermano quién era la amiga que lo había invitado, y si conocía, aunque fuera solo de nombre, a mis compañeros de la facultad. Pero algo me impedía hablar completamente. El taxi se detuvo frente a un portón verde y dijo que eran dos con cincuenta.

Ambos miramos en dirección al lugar, y por la cara que tenía mi hermano me di cuenta de que él tampoco había estado allí antes. Pagó y esperó el vuelto. La mano le temblaba y se la agarré, sosteniendo las monedas y el billete. Supe entonces que adentro nos esperaba algo fundamental.

_¿Qué te pasa?_Me atreví a preguntar finalmente sin soltarle la mano. Tras el portón sonaba fuerte algo que probablemente era Iggy Pop. Sus ojos estaban vidriosos bajo la lucecita amarillenta que el taxista apagaba en ese momento.

_Lo mismo que a vos. _Contestó.
Entonces nos bajamos, respiramos profundo y nos fuimos a disfrutar.