Sunday, January 27, 2008

(Poco) Profesional


(Más ficción que realidad. Pero crea lo que quiera)

Pedro tiene 16 y yo 26, pero él parece de 20 y yo de 22. Y todos sabemos que dos años pasan volando.

Llega sistemáticamente tarde, y jamás se disculpa ni parece importarle.
Se sienta frente a mí con el escritorio de por medio y media sonrisa en la cara aún dormida. Acto seguido, empieza a sacarse ropa, campera, buzo grandote con capucha, pullover finito, hasta quedar con una remera negra de Pink Floyd, que se acomoda moviendo los hombros con naturalidad.

En el proceso, yo aprovecho para mirarle los 30 centímetros de abdomen que se le ven por unos instantes. Pedro huele a un segundo de Axe en cada axila y a cigarrillo, aunque sean las ocho y cuarto de la mañana. Debe fumar en la puerta, justo antes de entrar.

Lee rápido y en silencio. Nunca anota nada ni subraya un párrafo. Nunca tiene lapiz ni lapicera, y entre las tapas llenas de direcciones de hotmail de su maltrecha carpeta, bailan sueltas unas cuantas hojas número 3 de diferentes marcas.

Estudia los temas sin mucho respeto, como yo creo que hay que estudiarlos. Cuando le pregunto, en pocos minutos ya se sabe la revolución francesa, sus etapas, su importancia. Sabe que la Santa Alianza surge del Congreso de Viena y que es un organismo conservador que quería restaurar el absolutismo. Pero en seguida aclara que la sociedad había cambiado y no iba a volver a aceptar a los reyes.

Terminamos bastante rápido y todavía falta media hora. Hay tiempo para hablar.
Me cuenta entonces de sus padres separados y dice como al pasar que se tiene que afeitar todos los días y cocinar para él y su hermana. Las dos cosas, claro, son un bajón.

A veces menciona a los amigos del barrio y a su ex novia, la dueña del libro que utiliza.
También dice que no quiere estudiar sino trabajar o tener un ciber. Alguna vez dijo algo lindo sobre mi pelo o mis anteojos, y mi seriedad lapidaria debe haber sido más reveladora que cualquier posible respuesta quinceañera.

Él en cambio, se ríe con picardía, mostrando los dientes. Sabe que es lindo y se siente cómodo con ello. Me sorprende que me guste, tan clásico y alto, tan actor de telenovelas ¿Dije que me guste? No, obvio que no me gusta. Solo hago uso al cien por cien de mi pequeñísima cuota de poder y lo miro sin disimulo, como si yo fuera una cincuentona divorciada y pelirroja y él mi hermoso taxiboy de veinte años. Si se da cuenta, mejor.

_Entonces, ¿sabés quién era Marx?
_¿Un filósofo que dice algo de la igualdad de clases?
Quiero reirme y no me sale. Opino que es un genio.
_Bueno, mañana lo vemos.
_Mañana es sábado.

Cada vez que pienso en maestras, me acuerdo de la Señorita Rottenmeier y de la Señorita Sánz. Me encantaría ser como ellas. La señorita Rottenmeier, una institutriz autoritaria y virtuosa, y la Señorita Sanz, tan sufrida y delicadamente pobre. Soy, en cambio, una chica ya grande que adora a Pink Floyd, fuma por las mañanas y quisiera tener a Pedro en el Msn para hacerle propuestas de vez en cuando.

Thursday, January 17, 2008

Enfrentarse al monstruo

Me habló dos veces en cinco años. La primera fue en 1999, preguntándome si le podía vender un libro de inglés, y la segunda fue en 2002, preguntándome si había vendido las diez entradas a By Pass. En ambos casos, mi respuesta fue un no, susurrado con temor mientras ella ya se daba vuelta airosa y se iba a hablar con otra persona.
Lo que más recordaba de Florencia el día que siete años después la ví en el supermercado, era lo mismo que podría recordar cualquiera que la hubiera conocido desde los 13 años en adelante: sus tetas. En efecto, el primer día de primer año, mientras las demás andábamos con nuestras corbatitas y pullovercitos bordó todos iguales, de esos tejidos a máquina que costaban catorce pesos en Casa Mara, ella se paseaba alegremente por el patio con una gastada chomba blanca y un lascivamente obvio corpiño negro debajo.
Nos dividieron en dos cursos y ella y yo quedamos cada una en uno distinto. Por supuesto, yo en el B y ella en el A. Nunca llegué a conocerla en profundidad, y mi ignorancia sobre quién era realmente la subía a un pedestal imposible, la llevaba a lugares que yo nunca conocería, la endiosaba hasta temerle, porque era todopoderosa, y haría lo que quisiera con el mundo y conmigo. La gente hablaba de su mirada gélida, sus risas burlonas y sus permanentes desplantes de reina afectada.
Su belleza era extrema y clásica, una actriz sobre la alfombra roja. El pelo negro y lacio, los ojos azules, la piel y las manos naturalmente hermosas. Había otras chicas lindas, más finas, tranquilas, inteligentes, reservadas. Florencia no era ninguna de esas cosas. Era un torbellino de gritos histéricos y carcajadas que resonaban en los pasillos. Era hermosa y estaba dispuesta a hacerlo notar absolutamente a cada segundo. Era famosa y disfrutaba de ello al máximo, de sus admiradores y sus esclavas, de las rosas entregadas en los recreos y las invitaciones a fiestas para gente más grande.
No podía haber en el colegio una persona más opuesta a ella que yo. Sí, claro, estaban las dos nerds, feas y completamente ridículas del curso, Daniela y Flavia. Apuesto a que todos se acuerdan de ellas. Yo, en cambio, ni siquiera era fea y nerd. Era la nada misma, un promedio siete, un ratón de un metro cuarenta y pico sin curvas, gracia, peinado ni estilo alguno. Una niña (o mejor dicho, un niño) de rasgos comunes, pelo descolorido y expresión casi siempre asustada. No era famosa, ni siquiera por perdedora o por estúpida. No entendía demasiado de nada, hablaba poco, salía lo normal, tenía algún novio del barrio que nadie conocía. Y nada de eso parecía molestarme.
Cuando terminamos el colegio, Florencia, que era todo uñas, pestañas, maquillaje y tacos, salía con un universitario rubio y rico que la pasaba a buscar en la camioneta de su padre. En marzo me mudé y dejé de verla. La imaginé en universidades caras de Buenos Aires, estudiando algún diseño, codeándose y cogiendo con lo más top, viajando al exterior, sacando su propia marca de relojes, en fin, la imaginé llevando a cabo la vida a la que parecía destinada desde su nacimiento. Mientras tanto, yo me dediqué a crecer unos centímetros y a aprender algunas cosas. Estudié comunicación, tuve amigos, viví sola, me dejé crecer el pelo. Me compré una onda, no me salió muy cara y todavía funciona bastante bien. Este invierno volví unos días, para el aniversario de mis viejos. Entré al supermercado a comprar pan y unos vinos. Casi a la salida, Florencia me ofreció un vaso de Interlagos, el agua mineral que estaba promocionando desde un stand de cartón piedra. La calefacción me había dado sed, y decidí que, a pesar de lo ridícula que pudiera parecer una promoción de agua, la probaría. Mis ojos chocaron con su cara extrañamente conocida e inquietante. Seguía siendo muy hermosa, aunque quizás no tan alta, no tan lozana como antes. Tenía ojeras y los hombros un poco caídos, aunque puede que solo fuera esa remera azul que no la favorecía. Me sonrió por primera vez en todo este tiempo, y me di cuenta de que era porque no me reconocía y tan solo quería venderme el agua. Terminé mi vaso y le agradecí en voz baja. No soporté otro momento con ella y me apresuré a salir sin más.
Cuando me di vuelta, un hombre muy atractivo la saludaba con afecto y ella reía fuerte y parloteaba. Seguía siendo famosa, y yo no. Resentida, me sentí patéticamente feliz por un momento. Me pregunté si era su decaimiento lo que me reconfortaba, pero unas horas más tarde me di cuenta de que la cuestión era más simple e infantil: ella, ese monstruo, ya no daba miedo.