Me habló dos veces en cinco años. La primera fue en 1999, preguntándome si le podía vender un libro de inglés, y la segunda fue en 2002, preguntándome si había vendido las diez entradas a By Pass. En ambos casos, mi respuesta fue un no, susurrado con temor mientras ella ya se daba vuelta airosa y se iba a hablar con otra persona.
Lo que más recordaba de Florencia el día que siete años después la ví en el supermercado, era lo mismo que podría recordar cualquiera que la hubiera conocido desde los 13 años en adelante: sus tetas. En efecto, el primer día de primer año, mientras las demás andábamos con nuestras corbatitas y pullovercitos bordó todos iguales, de esos tejidos a máquina que costaban catorce pesos en Casa Mara, ella se paseaba alegremente por el patio con una gastada chomba blanca y un lascivamente obvio corpiño negro debajo.
Nos dividieron en dos cursos y ella y yo quedamos cada una en uno distinto. Por supuesto, yo en el B y ella en el A. Nunca llegué a conocerla en profundidad, y mi ignorancia sobre quién era realmente la subía a un pedestal imposible, la llevaba a lugares que yo nunca conocería, la endiosaba hasta temerle, porque era todopoderosa, y haría lo que quisiera con el mundo y conmigo. La gente hablaba de su mirada gélida, sus risas burlonas y sus permanentes desplantes de reina afectada.
Su belleza era extrema y clásica, una actriz sobre la alfombra roja. El pelo negro y lacio, los ojos azules, la piel y las manos naturalmente hermosas. Había otras chicas lindas, más finas, tranquilas, inteligentes, reservadas. Florencia no era ninguna de esas cosas. Era un torbellino de gritos histéricos y carcajadas que resonaban en los pasillos. Era hermosa y estaba dispuesta a hacerlo notar absolutamente a cada segundo. Era famosa y disfrutaba de ello al máximo, de sus admiradores y sus esclavas, de las rosas entregadas en los recreos y las invitaciones a fiestas para gente más grande.
No podía haber en el colegio una persona más opuesta a ella que yo. Sí, claro, estaban las dos nerds, feas y completamente ridículas del curso, Daniela y Flavia. Apuesto a que todos se acuerdan de ellas. Yo, en cambio, ni siquiera era fea y nerd. Era la nada misma, un promedio siete, un ratón de un metro cuarenta y pico sin curvas, gracia, peinado ni estilo alguno. Una niña (o mejor dicho, un niño) de rasgos comunes, pelo descolorido y expresión casi siempre asustada. No era famosa, ni siquiera por perdedora o por estúpida. No entendía demasiado de nada, hablaba poco, salía lo normal, tenía algún novio del barrio que nadie conocía. Y nada de eso parecía molestarme.
Cuando terminamos el colegio, Florencia, que era todo uñas, pestañas, maquillaje y tacos, salía con un universitario rubio y rico que la pasaba a buscar en la camioneta de su padre. En marzo me mudé y dejé de verla. La imaginé en universidades caras de Buenos Aires, estudiando algún diseño, codeándose y cogiendo con lo más top, viajando al exterior, sacando su propia marca de relojes, en fin, la imaginé llevando a cabo la vida a la que parecía destinada desde su nacimiento. Mientras tanto, yo me dediqué a crecer unos centímetros y a aprender algunas cosas. Estudié comunicación, tuve amigos, viví sola, me dejé crecer el pelo. Me compré una onda, no me salió muy cara y todavía funciona bastante bien. Este invierno volví unos días, para el aniversario de mis viejos. Entré al supermercado a comprar pan y unos vinos. Casi a la salida, Florencia me ofreció un vaso de Interlagos, el agua mineral que estaba promocionando desde un stand de cartón piedra. La calefacción me había dado sed, y decidí que, a pesar de lo ridícula que pudiera parecer una promoción de agua, la probaría. Mis ojos chocaron con su cara extrañamente conocida e inquietante. Seguía siendo muy hermosa, aunque quizás no tan alta, no tan lozana como antes. Tenía ojeras y los hombros un poco caídos, aunque puede que solo fuera esa remera azul que no la favorecía. Me sonrió por primera vez en todo este tiempo, y me di cuenta de que era porque no me reconocía y tan solo quería venderme el agua. Terminé mi vaso y le agradecí en voz baja. No soporté otro momento con ella y me apresuré a salir sin más.
Cuando me di vuelta, un hombre muy atractivo la saludaba con afecto y ella reía fuerte y parloteaba. Seguía siendo famosa, y yo no. Resentida, me sentí patéticamente feliz por un momento. Me pregunté si era su decaimiento lo que me reconfortaba, pero unas horas más tarde me di cuenta de que la cuestión era más simple e infantil: ella, ese monstruo, ya no daba miedo.