(Hay quien cree que no soy yo)
El don de la percepción me llegó muy temprano, mucho antes de que pudiera manejarlo.
Cuando era niña, necesitaba más elementos, más cosas que se hilaran para llegar a conclusiones apresuradas pero siempre ciertas.
Un lunes me iba a dormir sin que mi papá hubiera llegado de su viaje.
Un miércoles mi mamá se calzaba los anteojos oscuros a lo Carolina de Mónaco y no se los sacaba ni de noche.
Un viernes, mi papá me llevaba a comer para dejar a mamá tranquila y no me dirigía durante todo el almuerzo más que caritas culposas y sonrisas forzadas.
El sábado yo sabía que se venía el divorcio y, en efecto, un mes después era exactamente eso lo que ocurría.
Mientras los demás niños disfrutaban de su infancia de ceguera e inocencia feliz, yo nunca pude hacerlo del todo. Percibía cada mirada rara, cada tono de voz, cada mínima tensión que para el resto del mundo no existía.
A partir de la adolescencia los síntomas empeoraron. Ya no necesitaba que varios elementos se conjuguen para llegar a un resultado de cualquier modo inevitable. Una demora significaba infidelidad. Un silencio significaba pelea. Dos días de desaparición querían decir definitivo abandono.
Ante esta situación, y dado que nada me tomó nunca por sorpresa, cualquiera podría decir que yo sería capaz de utilizar el don a mi favor. Capaz, en una palabra, de adelantarme a lo que ocurriría y actuar en consecuencia. Ser infiel antes de que lo sean, dejar antes de que me dejen, hablar antes de que me hablen.
Sin embargo, jamás pude hacerlo. Ante el primer síntoma, al contrario, una suerte de parálisis se apodera de mis facultades mentales. No de mi cuerpo, por cierto, que parece más activo que nunca. Más horas de estudio, más páginas escritas, más vueltas corridas alrededor del parque. Corridas más rápido, a propósito, como si el agotamiento físico pudiera liberarme del otro, del agotamiento del que solo se descansa cuando la verdad ya sabida termina de comprobarse.
Cualquier elemento podía ser el comienzo, y yo no hacía más que dejar que ocurran, esperar el siguiente elemento. Finalmente, llegaba el desencadenante, la soga que se ajustaba en el cuello.
Hacía un tiempo, había sido la cara que tenía él cuando me abrió la puerta de su casa el día que nos separamos. No se había bañado aún y en lugar de zapatillas tenía puestas unas ojotas viejas. Eran esos elementos secundarios. Nada como su cara. Ahí era donde me decía que no me quería más, que no me soportaba. Ahí me pedía que por favor lo dejara en paz. Me dio un beso como siempre y me hizo pasar, pero yo supe que era la última vez que pisaba esa casa y ese barrio. La conversación llegó pacífica, unas tres horas más tarde.
Yo me quedaba con dudas, con todo mi cariño y mis ganas de no tener esa sensación de muerte, esa especie de resaca blanca. Pero la paz venía cuando todas mis sospechas se comprobaban. Nada de llanto, pues ya había llorado antes, mientras estudiaba, mientras corría, mientras me pedía por favor a mí misma que no fuera cierto todo eso que yo ya lamentablemente sabía.
Mucho tiempo después, hoy, me pasa algo parecido. Los personajes son otros, las circunstancias también. Ni siquiera soy yo la misma que respondía las sonrisas tontas de mi papá o que visitaba por última vez a quien estaba por dejarme. No es paranoia, no puedo manejarlo. Los elementos van llegando de a poco y yo sé que están ahí. Una vez más, los conozco, los miro de reojo y no soy capaz de hacer absolutamente nada para cambiar el curso de las cosas.