Thursday, March 27, 2008

antes de saber, saber

(Hay quien cree que no soy yo)
El don de la percepción me llegó muy temprano, mucho antes de que pudiera manejarlo.
Cuando era niña, necesitaba más elementos, más cosas que se hilaran para llegar a conclusiones apresuradas pero siempre ciertas.
Un lunes me iba a dormir sin que mi papá hubiera llegado de su viaje.
Un miércoles mi mamá se calzaba los anteojos oscuros a lo Carolina de Mónaco y no se los sacaba ni de noche.
Un viernes, mi papá me llevaba a comer para dejar a mamá tranquila y no me dirigía durante todo el almuerzo más que caritas culposas y sonrisas forzadas.
El sábado yo sabía que se venía el divorcio y, en efecto, un mes después era exactamente eso lo que ocurría.
Mientras los demás niños disfrutaban de su infancia de ceguera e inocencia feliz, yo nunca pude hacerlo del todo. Percibía cada mirada rara, cada tono de voz, cada mínima tensión que para el resto del mundo no existía.
A partir de la adolescencia los síntomas empeoraron. Ya no necesitaba que varios elementos se conjuguen para llegar a un resultado de cualquier modo inevitable. Una demora significaba infidelidad. Un silencio significaba pelea. Dos días de desaparición querían decir definitivo abandono.
Ante esta situación, y dado que nada me tomó nunca por sorpresa, cualquiera podría decir que yo sería capaz de utilizar el don a mi favor. Capaz, en una palabra, de adelantarme a lo que ocurriría y actuar en consecuencia. Ser infiel antes de que lo sean, dejar antes de que me dejen, hablar antes de que me hablen.
Sin embargo, jamás pude hacerlo. Ante el primer síntoma, al contrario, una suerte de parálisis se apodera de mis facultades mentales. No de mi cuerpo, por cierto, que parece más activo que nunca. Más horas de estudio, más páginas escritas, más vueltas corridas alrededor del parque. Corridas más rápido, a propósito, como si el agotamiento físico pudiera liberarme del otro, del agotamiento del que solo se descansa cuando la verdad ya sabida termina de comprobarse.
Cualquier elemento podía ser el comienzo, y yo no hacía más que dejar que ocurran, esperar el siguiente elemento. Finalmente, llegaba el desencadenante, la soga que se ajustaba en el cuello.
Hacía un tiempo, había sido la cara que tenía él cuando me abrió la puerta de su casa el día que nos separamos. No se había bañado aún y en lugar de zapatillas tenía puestas unas ojotas viejas. Eran esos elementos secundarios. Nada como su cara. Ahí era donde me decía que no me quería más, que no me soportaba. Ahí me pedía que por favor lo dejara en paz. Me dio un beso como siempre y me hizo pasar, pero yo supe que era la última vez que pisaba esa casa y ese barrio. La conversación llegó pacífica, unas tres horas más tarde.
Yo me quedaba con dudas, con todo mi cariño y mis ganas de no tener esa sensación de muerte, esa especie de resaca blanca. Pero la paz venía cuando todas mis sospechas se comprobaban. Nada de llanto, pues ya había llorado antes, mientras estudiaba, mientras corría, mientras me pedía por favor a mí misma que no fuera cierto todo eso que yo ya lamentablemente sabía.
Mucho tiempo después, hoy, me pasa algo parecido. Los personajes son otros, las circunstancias también. Ni siquiera soy yo la misma que respondía las sonrisas tontas de mi papá o que visitaba por última vez a quien estaba por dejarme. No es paranoia, no puedo manejarlo. Los elementos van llegando de a poco y yo sé que están ahí. Una vez más, los conozco, los miro de reojo y no soy capaz de hacer absolutamente nada para cambiar el curso de las cosas.

Friday, March 07, 2008

I'm not indie

_Me gustaría ser hombre. Y ser hermoso, narcisista y gay.
_De una.

Agustín nunca fue homosexual. De hecho, desde la secundaria, siempre tuvo novias o chicas con las que salía o veía películas de Woody Allen, mientras ellas se dormían o se preguntaban cómo sería más tarde el sexo en esa misma cama. Su padre no fue ausente ni autoritario, y su relación con su madre fue de lo más normal. Jamás lo vistieron de nena, lo reprimieron ni lo sobreprotegieron.
Sin embargo, pese a todo esto, a comienzos de marzo de 2006, Agustín se enamoró de un hombre. En realidad, decir que Juan era un hombre es, como mínimo, una exageración. Porque a pesar de su talento, de su voz grave, de su experiencia como músico y cineasta, no era en aquel entonces (ni creo que sea ahora) mucho más que un chico de un metro setenta y pico, con zapatillas de lona, sin pelo en la cara y con una actitud bastante aniñada.
Agustín, que comenzaría el tercer año de la Licenciatura en Artes Audiovisuales, había estado buscando trabajo todo el verano, y lo había conseguido como técnico electrónico de un cortometraje dirigido por Juan, aunque no había sido contratado por éste sino por un amigo de ambos, que no se conocían.
Los días transcurrían bastante tediosos. La producción desayunaba en un bar de mala muerte esperando a los actores, quienes siempre llegaban tarde o no llegaban. Luego se iban al set, donde cientos de pequeñas cosas funcionaban más o menos o mal. Los cables nunca eran suficientes, la luz nunca estaba bien, las actuaciones no convencían a nadie. La historia, por la poca atención que Agustín le puso, iba de una chica que vivía en un departamento horrible, componía canciones, engañaba a su novio y tomaba mucha cocaína.
Tenían planeado terminarlo en tres días, pero la semana estaba por cumplirse y todavía faltaban unas cuantas escenas. Mejor, pensó Agustín, ya que le pagaban por día de trabajo.
La primera oportunidad que tuvieron de hablar fue el jueves. Agustín fue el primero en llegar, y a las ocho de la mañana ya estaba sentado en el bar de siempre frente a un café con leche y dos medialunas demasiado pequeñas. Juan llegó a las ocho y media, con una mochila enorme en los hombros y su novia perfecta de la mano.
_Hola. _Dijo mientras se sacaba la mochila y se sentaba.
_Hola. _Entonces Agustín le vio la remera. Era una camiseta blanca común de mangas cortas. Sobre el pecho tenía escrito con una fibra una leyenda que resultaba desafiante: "I'm not indie".
_¿Qué? _Juan se percata de la mirada, Agustín sonríe.
_Nada.
El resto del desayuno transcurrió tranquilo y somnoliento. El día fue soleado y productivo. Terminarían al día siguiente y a la noche sería la fiesta de cierre. Juan era casi famoso, era una pequeña estrella. Tenía dinero y le gustaba hacer fiestas por todo, por cada corto, por cada muestra, a veces por tres o cuatro canciones que había hecho.
Agustín se encontró googleándolo y mostrándole fotos a una amiga. Se encontró llegando a su casa y contándole a su hermana que tenía un nuevo amigo por el que sentía admiración artística. Era muy cierto. Le gustaba el aspecto ejecutivo de Juan, cómo pensaba, cómo imaginaba todo el tiempo, cómo creaba. Odiaba su propio perfeccionismo paralizante.
La noche de la fiesta, el viernes, estaba cansado, pero los nervios eran una inyección de adrenalina y le impedían pensar en su agotamiento. Cuando llegó al lugar, un pequeño bar alquilado para la ocasión, se alivió al notar las caras también exhaustas de sus compañeros. Las chicas, con su maquillaje, disimulaban.
Saludó a algunas personas y pidió una cerveza en la barra. Juan le tocó la espalda en el momento en que estaba por pagar.
_No pagues. Es libre. _Sonrió tranquilamente.
_Ah, bueno, gracias.
_Me mostraron tu cómic.
Agustín no supo qué decir. Era una historieta que había dibujado por encargo el año anterior, relataba la vida de un ratón con anteojos y sus desventuras tratando de seducir a su compañera de oficina. No se había dado mucho a conocer, y esto, claro, era lo mejor para Agustín, que solía avergonzarse de sus pocas producciones. Tomó un trago de cerveza.
_Ah, es de hace tiempo ya.
_Es muy bueno. El personaje es encantador y los diálogos son geniales ¿Estás laburando en algo así ahora?
_No realmente. No hice mucho este verano. De hecho el trabajo en el corto es lo primero que hago en mucho tiempo.
_Qué mal. Deberías explotar tu creatividad, en lugar de andar cortando cables para otros.
Sonaba pedante, y lo era. Agustín sabía que era dos años mayor que Juan, y en vez de relajarse, eso lo intimidaba aún más.
_Me gusta cortar cables. _Contestó, tratando de sonar irónico.
_Podrías escribirme un guión alguna vez. _Lanzó Juan sin miedo ni escrúpulos. Más adrenalina.
_Cuando quieras, claro.
El resto de la fiesta transcurrió como cualquier fiesta, con conversaciones amenas, mucho alcohol y mucha música predecible y genial. Sin embargo, todos se habían levantado temprano, y las cuatro no quedaba casi nadie. Agustín despidió a dos chicas extras con las que había estado charlando, y se disponía a caminar de vuelta a su casa.
_Te llevamos. _Gritó la novia de Juan desde el asiento de copiloto del auto que estaba estacionado en la vereda. Cuando todos estan borrachos, todo parece más fácil, pensó Agustín mientras subía al asiento trasero. Dieron muchas vueltas por una zona de la ciudad que Agustín no conocía. Se detuvieron frente a un edificio espantoso, cuya puerta era vidriada con bordes dorados. La novia de Juan le dio un beso a éste y bajó del coche, mietras Agustín se pasaba al asiento de adelante. Juan arrancó nuevamente, sin esperar a que su novia entrara al edificio. A Agustín no le pareció bien.
_¿Por donde vivís?
_Cerca de la facultad.
_Perfecto. _Hacia allá se dirigieron. Durante el trayecto, hablaron poco, del corto, de las calles con baches, de si el disco que sonaba en ese momento era o no aburrido.
_Es aquí. _Dijo Agustín cuando pasaban frente a su casa. Juan se apresuró a frenar, pero terminó unos veinte metros más adelante. Tenían que verse nuevamente.
_¿Cuándo podemos hablar lo del guión? _Preguntó Agustín y se sintió automáticamente estúpido.
_Uf, yo me voy a España la semana que viene, pero cuando vuelva te llamo y tomamos unas cervezas.
_Ah, ¿España? ¿Vacaciones?
_Beca. Un mes.
_Ah. Bueno, nos veremos a la vuelta.
_Claro.
Abrió la puerta del auto para salir. En la despedida, besarse fue tan natural como respirar.