Sunday, December 09, 2007

Liquidez

Cuando abre los ojos, primero uno, luego el otro, le cuesta unos segundos entender algo de lo que ocurre. Todo aquel que ha despertado de una anestesia general alguna vez sabrá más o menos de qué estoy hablando. Antes de mover el cuerpo, hay que mover las pupilas e intentar reconocer el lugar. Nada de hospital, nada de enfermedad, nada de anestesia. La cama es doble, las sábanas y el cobertor, completamente blancos. Las paredes lucen ese color sucio, como tiza, y tienen algunas marcas de tierra y de cinta scotch que había sido pegada y quitada tiempo después.

El cuarto es grande. Frente a la cama, una enorme estantería repleta de discos, de vinilo y de los otros. A su izquierda, una ventana-puerta que da a un patio con plantas deja entrar demasiada luz y hace que todo se vea más cercano a cómo es realmente. A su derecha, él duerme desnudo, dándole la espalda.

Quiero agua.

Todavía inmóvil en la otra punta de la cama, trata de pensar en algo que no sea la sed y el dolor de cabeza. Trata de recordar cómo habían sido los acontecimientos.

A ver... acontecimientos... primero la calle principal con las fotos que se iban sacando, aprovechando que todavía eran adolescentes. Hermosa y maquillada haciéndole fuck you a la cámara. Las amigas. En el drugstore, los chicos, un mensaje de texto, otro, un vino, otro mensaje. Problemas con el cambio y para encontrar la casa. Al fin, la fiesta y nada del otro mundo. El perro molesta a los recién llegados. El enorme gato blanco se sube a un árbol y allí se quedará hasta que se vaya la gente.

Era fácil para ella ser una pequeña estrella en ese lugar. Todos la miraban, todos querían saber su nombre y hablarle. Y contra lo que estaba destinada a ser, se había decidido por la popularidad y las fiestas, por la risa y la verborragia. Al igual que sus amigas, era de lo más agradable, conversaba con todos y se mostraba (aunque no necesariamente estuviera) muy interesada por lo que todo el mundo tenía para decir. Escuchaba las frases ajenas con complacencia, con algo parecido al cariño. No podía ser otra cosa.
Bebe más que los otros y baila un largo rato. Le encanta la música, pero no entiende del tema ni parece querer hacerlo. Ni vale la pena comentarle algo sobre la banda que está sonando.
Se olvida del olor a cigarrillo que va a tener al día siguiente y de las materias que ya se llevó. La primavera es su estación preferida.
Es tarde, tiene sueño y se va a dormir a la única cama que encuentra. El chico de remera roja, quizás el dueño de casa, se acerca a preguntarle si está bien. Sí, lo está. Las amigas le preguntan si quiere irse o quedarse. ¿Querés levantarte, peinarte, ponerte los zapatos, llamar un taxi, esperarlo en la vereda y llegar a tu cama, donde dejaste una alfombra de ropa y apuntes? Me quedo.
Todo tiene muchísimo sentido entonces. Alguien trata de interrumpir su sueño acariciandole la cara, los brazos, hablándole. Es el chico de remera roja. Qué pasa, nada, bueno esta es mi cama. Le gusta el chico pero no puede despertarse. Sí, cree que le gusta y la sensación definitivamente es mutua. Se sacan las remeras, con movimientos torpes. Quiero dormir. En serio quiero dormir. Acontecimientos, ahí estaban algunos.
Unas horas de nada hasta que el sol inunda el espacio y despierta con sed. Finalmente se mueve.
Me duele todo, y cuando digo todo quiero decir: todo.
Su musculosa y el resto de la ropa andan por el suelo. Se viste así nomás y busca la cartera, donde encuentra la cámara, cinco pesos y el celular sin batería ni crédito. Camina por el cuarto hacia una salida, ve un baño, pero no quiere mirarse en el espejo. Se detiene un momento para mirar al chico, cuya remera roja está en la mesita de luz. Debería despertarlo, o dejarle una nota, o...
No sabe qué hacer, y no hace nada.
Al trasponer la puerta, tropieza con el gato dormido.